El próximo paso del régimen será declarar que la crisis eléctrica de Venezuela no podrá resolverse sino mediante el desarrollo de energía nuclear, con lo cual eleva su nivel de conflicto a ranking mundial.
Por supuesto que cuenta con sus aliados iraníes para impulsar el eventual proyecto, lo que sería una forma de pagar la sistemática violación que realiza éste país a las sanciones que las Naciones Unidas le ha impuesto a aquel. También es cierto que estos desarrollos son solo coartadas para justificar la tenencia de bombas atómicas, que a estas alturas pueden obtenerse en el mercado negro de Bielorrusia u otras repúblicas ex soviéticas, incluso en Cuba.
Es un rumor nunca desmentido que Castro conservó algo del arsenal nuclear que los soviéticos instalaron en la isla por los años sesenta, lo que originó la famosa crisis de los cohetes; y que estos remanentes habrían funcionado para disuadir a los americanos de una presunta invasión que Castro no ha dejado de anunciar desde entonces. Ostensiblemente el discurso castrista pasó de un auto sacrificado “qué importa la vida de un hombre cuando lo que está en juego es la vida de un pueblo” al algo más apocalíptico “qué importa la vida de un pueblo cuando lo que está en juego es el destino de la humanidad.” Con lo que dejaba claro que estaban dispuestos a inmolarse en caso de una supuesta intervención.
Decía Castro que Cuba se quedaría atravesada como una espina en la garganta del imperio en caso de que intentara tragársela; pero ¿de qué manera podrían interpretarse estas amenazas sino como una destrucción masiva?
Esta fórmula también se la ha endosado Castro a su aventajado pupilo; es la misma política de chantaje nuclear que utilizan los comunistas de Corea del Norte; es la que con bastante desfachatez está implementando Irán, como si la potencia nuclear fuera una patente que garantizara la impunidad de la “no agresión”; es la vieja táctica de mostrarse lo suficientemente loco como para intimidar a la gente responsable del mundo.
En el caso de Venezuela esta política, además de la proximidad geográfica a los EE.UU. apenas superada por Cuba, tiene el riesgo adicional de convertirse en un evidente factor de desequilibrio estratégico en toda la subregión. Algo realmente dramático, con todos los ingredientes puestos al anzuelo como para que uno con ansias desmedidas de figuración internacional y lo suficientemente irresponsable no pueda resistir la tentación de tragárselo. Es difícil imaginarse una perspectiva más sombría y a la vez más obvia; pero esa es la oscura boca del túnel hacia el que nos precipitamos, a toda máquina.
Tal para cual
Si se trata de superar el estribillo que la “alternativa democrática” le canta al régimen, de invitarlo permanentemente a un diálogo que promete ser de sordos; a que se siente a conversar para resolver los problemas del país o del sector de que se trate y otras monsergas semejantes; para que reflexione, cambie de rumbo y un largo etcétera: ¿Qué nos queda?
Que el proceso seguirá impertérrito, con más temeridad que conocimiento, hasta donde pueda, lo dejen, le alcance la renta petrolera o lo permitan sus convulsiones intestinas; pero nada, absolutamente nada que venga del otro lado, menos en esos términos melifluos, será tomado en cuenta.
Y de superarse las exhortaciones que la oposición le dirige a la alternativa democrática para que antes de acudir a un evento electoral exija condiciones, transparencia, un registro electoral creíble, voto manual, igualdad de trato, no ventajismo, escrutinio público, verificación o más bien entrega de resultados, en fin, un mínimo de honradez y juego limpio: ¿Qué nos queda?
Que la “AD” seguirá el itinerario que ya se ha trazado, como quien va por unos rieles, con más terquedad y menos conocimiento que el gobierno, porque hay una estación en las parlamentarias del 2010 y un terminal en las presidenciales del 2012, aunque no expliquen cómo van a funcionar esas máquinas electrónicas de votación si ya no hay luz.
Nadie necesita tan desesperadamente de la crítica como la AD y nadie la acepta menos. En esto sí le ganan al gobierno: en su vocación totalitaria y en lograr borrar del mapa cualquier traza de disidencia a su itinerario ya decidido.
Ahora ocurre que el desiderátum de la AD es la tarjeta única, los candidatos únicos, el discurso único, la propaganda única y sobre todo que fuera de ella no haya más nada, que nadie se abstenga, que nadie se equivoque, que todos permanezcan unidos, como un solo hombre, sin cuestionar, ni crear fisuras: la unidad perfecta. Pero, ¿queda algún resquicio allí para la libertad?
A estas alturas, sin necesidad de recordar que también son socialistas y bolivarianos, ya cabe preguntarse en qué se diferencian del régimen y si por ventura en esas filas tan unidas se censura a alguien “por pensar diferente”.
Tampoco vale plantear preguntas incómodas como, por ejemplo: ¿Por qué están tan seguros de que esas buenas leyes que saldrán de esa equilibrada Asamblea sí serán respetadas por un régimen que hoy no respeta ninguna, ni siquiera a La Constitución?
Allí están el debido proceso, la presunción de inocencia, la consagración de la propiedad privada, paremos de contar: ¿Quién las respeta? ¿Quién se resiste? Si en lugar de una Asamblea Nacional el régimen convoca una Constituyente o algún otro evento, ¿no es cierto que también irían, con idénticos candidatos, como si fuera lo mismo e incondicionalmente?
Al menos deberían permitir llegar al andén para despedirlos, desearles buena suerte y que les vaya bien.
Opciones y acciones
Quizás la primera verdad que tenemos que encarar es que este país “cromosómicamente democrático” se ha pasado tres cuartas partes de su historia bajo tiranías militares y unos poquísimos años de gobierno civil bajo tutelaje militar.
Que el gen democrático de los venezolanos, que llevan en el ADN, se acopla bastante bien con el del despotismo, que parece determinante de su carácter. Y no se trata sólo de militares atorrantes, sino de los civiles que les sirven de perfecta contrapartida.
La verdad sea dicha: hay gente a la que le gusta la dictadura y que prefieren la certeza del verticalismo mil veces antes que las incertidumbres de la libertad; la univocidad de una orden que la ambigüedad de una deliberación; una concisa directiva, aunque sea equivocada, a la inconsistencia de múltiples alternativas.
Ante circunstancias ambientales tan adversas hay respuestas tradicionales. La más común, es el llamado a las catacumbas. En sus variantes que son, una, lo que los filósofos gustan ilustrar como el refugio en el “jardín interior”, que es algo así como cultivar el espíritu en espera de momentos más propicios.
La otra, es la actividad clandestina, puesto que lo que haya que hacer no puede proclamarse a la luz pública “que todo lo oscurece”. Pero ésta ya emparenta con la acción política.
Para cambiar las cosas está la resistencia a la opresión, que es un derecho humano fundamental, inalienable e imprescriptible. También con sus variantes: pasiva, que consiste en no hacer nada que favorezca los fines de la tiranía; y activa, hacer todo aquello que los perjudique.
Finalmente existe el recurso a la contestación, que consiste en el análisis y la refutación de los argumentos de la propaganda oficial, incluyendo las bases teóricas en que pretende el discurso totalitario asentar su dominio espiritual.
Esto implica un combate cultural contra la doctrina comunista y, lo que será más difícil por su arraigo internacional, su modalidad socialdemócrata, porque ambas conducen a lo mismo: al desconocimiento de derechos humanos individuales como libertad, propiedad, seguridad e igualdad, en la diversidad.
El nacionalsocialismo y el comunismo fueron la mayor tragedia del Siglo XX y debieron quedarse allá. Sin embargo, como en un parque jurásico, amenazan con confiscarnos el presente.