La libertad no se hipoteca
Por DIEGO MÁRQUEZ CASTRO
"Una vez nombrado el dictador, un gran miedo se apodera de la multitud y la sumisión más absoluta a su palabra..." — Tito Livio
Hace unas noches un canal de televisión por cable transmitió una película que recreaba la vida de los rusos en los años 30, previos a la Segunda Guerra Mundial, en el marco de la sociedad de la fenecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas bajo el mando omnímodo de Iósif Vissariónovich Stalin. Eran tiempos de ortodoxia comunista, de purgas y víctimas, de persecuciones, sospechas y delaciones, de señalamientos ideológicos, de Gulag y cárceles, de desapariciones y muerte, en nombre del Socialismo y de la construcción de la futura sociedad comunista avizorada por el viejo Marx en el siglo XIX. A la sazón se ofrecía al mundo la imagen siluetada, coloreada de rojo y hábilmente maquillada del "paraíso de los trabajadores" y de la educación del "hombre nuevo," pero sólo era un escenario.
En el filme en cuestión se relata la vida de un operador de proyectores de cine que trabajaba para el club de oficiales de la KGB o policía política del régimen estalinista. Ese personaje habitaba en un destartalado edificio de Moscú en el que se apiñaban en rincones y cuartos húmedos y malolientes, familias de militantes comunistas que se espiaban y recelaban entre sí, estando siempre a la defensiva ante cualquier desviación ideológica que pudiera hacerle el juego al "imperialismo" y a los "abominables capitalistas." La fe en la conducción del proceso socialista soviético por parte del líder indiscutido y máximo, Stalin, el "padrecito Stalin" no los hacía inmunes a que en cualquier momento, hora o sitio fueran interceptados y arrestados por agentes de la lúgubre KGB para ser llevados a sus cuarteles, lo que representaba un destino incierto. Era vivir bajo un clima de opresión, terror, paranoia, privaciones, racionamiento, ausencia de libertad. Todo podía indicar que esos millones de hombres y mujeres de la Rusia roja asumirían una respuesta crítica ante sus opresores, pero no, en esos años a tales seres le hipotecaron su libertad, lo que equivale decir su alma, al camarada Stalin; en otras palabras, le entregaron sus vidas con una ceguera y un fanatismo nunca vistos. Stalin se perpetuó en el gobierno desde 1930 hasta su muerte acaecida en 1953 y ejerció un poder absoluto, despótico y en esa medida se deshumanizó, sin tolerar crítica alguna, ni siquiera de aquellos camaradas que pensaban como él.
El relato del filme coloca al anónimo operador en una situación que dará un vuelco a su vida; efectivamente, una noche, agentes de la KGB tocan a su puerta y sin darle explicaciones lo transportan al Kremlin donde se enterará que ha sido designado operador del cine privado de Stalin y la siniestra cúpula de sus ministros y funcionarios. Allí ve por primera vez a un ser que la propaganda había convertido en el nuevo dios de los rusos y de los comunistas dentro y fuera de las fronteras soviéticas. Pero también observa y percibe la manera cómo se operan un doble discurso y una doble moral en aquellos hombres que eran promocionados como los "héroes de la revolución" y que constituían una clase de privilegiados que se daban los mejores gustos, vestían a la moda, bebían y fumaban las mejores marcas, disfrutaban de calefacción y vehículos con chofer, eran los nuevos ricos del comunismo soviético. En ese contexto, el mencionado personaje conocerá en su máxima expresión una nueva forma de alienación llamada "culto a la personalidad" del máximo e indiscutido líder, el único capacitado para dirigir el proceso, el jefe todopoderoso del partido comunista, el partido único y único partido en la sociedad rusa de ese entonces, en la que consistía un crimen de lesa majestad y de traición a la patria aspirar ser un hombre libre. Pensar y hablar sin hipocresía, no repetir los guiones del ministerio de propaganda y del partido, tener un pensamiento crítico, era inadmisible para los comisarios rojos. El único que podía pensar, hablar y actuar sin temor a ninguna sanción era Stalin.
El autor Temprano señala que en la antigua Unión Soviética el manejo alienador de la propaganda política poseyó caracteres igual de brutales que en el Nazismo y el Fascismo por lo que es enfático en señalar que "se trata, en realidad, de regímenes totalitarios, es decir, dogmáticos e intransigentes en extremo con cualquier opinión que nos sea la oficialmente establecida." En el caso soviético y en regímenes comunistas, la propaganda se convierte "en la difusión y explicación de teorías y conocimientos para el enriquecimiento cultural de las masas," y en esta curiosa definición se subraya que gracias a esa propaganda aparece un "sentimiento de alegría", engendrado por el contacto entre la "verdad leninista" y la dictadura del proletariado, la cual, en opinión de Lenin, Stalin y sus seguidores de los siglos XX y XXI, consiste en "el aplastamiento por la fuerza de la resistencia de los opresores," que en verdad son aquellas ciudadanos que disienten del ideal comunista y se niegan a hipotecar su libertad a un sistema cerrado. Como dirá Temprano: "En tal situación, la voz cantante la llevan siempre las gentes más bárbaras de un país. No hay ni que añadir que los estados totalitarios, en su afán de controlar a todos sus ciudadanos, tiendan a eclipsar cualquier manifestación libre de acción y pensamiento. El orden es todo."
Nunca y menos ahora, debemos olvidar que la libertad es un derecho del hombre, inalienable, no hipotecable.
Cortesía del Correo del Caroní. Publicado: 19-NOV-2006.