Más grande. | Más pequeño. | Haga clic aquí para escuchar este artículo.

Hampa política

Por LUIS MARÍN

La Cátedra Pío Tamayo pregunta si con la situación bancario financiera ¿comenzó el hundimiento final de la revolución bolivariana socialista? Y la respuesta es que sí, con la salvedad de que no se trata del comienzo sino de la continuación de una decadencia que tiene múltiples manifestaciones, internas e internacionales.

Pero esta pregunta enlaza con otra: ¿Es la inseguridad una política de Estado? Aquí se dividen las opiniones, desde un padre Palmar que dice “obviamente,” hasta otros corifeos de la alternativa democrática que dicen “no, de ninguna manera”, pasando por los que sostienen que no debe politizarse el tema de la seguridad, como si no fuera de políticas públicas de lo que se está hablando.

El hecho indiscutible es que el índice de delitos (homicidios, robos, secuestros, extorsión, narcotráfico, fraudes) ha experimentado un ascenso en la última década de tal magnitud que es el único que supera los índices de inflación en el mismo período, de manera que algo está haciendo o dejando de hacer el Estado para que se produzca este resultado.

Otro hecho indiscutible es la creciente participación de los cuerpos policiales y militares en la comisión de estos delitos, al punto que el ministerio de interior y justicia se ha visto obligado a reconocer, para moderar las cifras, que más del 20 por ciento de los delitos son cometidos por agentes oficiales.

Para no volver sobre el crimen de Danilo Anderson, ni el de Antonio López Castillo y otros asociados al caso perpetrados por la DISIP y el C.I.C.P.C., basta recordar el de los tres hermanos Faddoul y su chofer, secuestrados en una alcabala de policías metropolitanos y luego asesinados en circunstancias nunca esclarecidas.

La masacre de estudiantes en Barrio Kennedy, perpetrada por agentes de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) y el C.I.C.P.C., en que no sólo sorprendió el sadismo de los asesinos, sino el montaje que hicieron para ocultar el crimen.

El asesinato de la psicóloga en San Agustín del Sur, perseguida, acorralada y acribillada a balazos por cuatro policías de la Alcaldía de Caracas (Municipio Libertador), en que lo más desconcertante es que no creyeran estar realizando un operativo policial, sino que el móvil fuera el robo o el secuestro, porque casos anteriores habían ocurrido según el mismo modus operandi del grupo.

Asimismo, el asalto y profanación de la Sinagoga de Caracas ejecutado por un comando combinado de agentes de la Policía Metropolitana (P.M.), el C.I.C.P.C. y la policía de Caracas (Tarek El Aisami y Jorge Rodríguez), en una operación en que usaron vehículos, equipos de comunicaciones, armas y procedimientos propios de esos cuerpos policiales.

Aquí lo que más llama la atención es que permanecieran toda la noche en el recinto forzando con taladros las cajas fuertes para llevarse, no el dinero, que dejaron allí íntegramente, ni los objetos de valor, sino la base de datos contentiva del registro de miembros de la comunidad judía de Venezuela.

Lo más abrumador es que luego el gobierno osciló entre decir que no tenía nada que ver con el asunto (aunque todos los autores fueran policías), echarle la culpa a la oposición, hasta acusar a los medios de comunicación de estar montando una matriz de opinión para acusar al régimen; pasando por alto que el hecho coincidía con el cierre de la embajada de Israel en Caracas, la expulsión del embajador y la condena del Estado judío como “genocida,” todo hecho por el mismo gobierno.

El denominador común de estos casos es que han sido reconocidos por el régimen, algunos de los autores han sido detenidos, juzgados e incluso condenados; pero sus rostros no han sido mostrados al público, que por lo visto no tiene derecho a conocer quiénes son los que lo martirizan, nunca han sido careados con la prensa, no han sido preguntados ni repreguntados, no se conocen sus móviles, ni a qué o a quienes responden.

Pero cuando una comisión del C.I.C.P.C. fue de Caracas a Valencia para capturar al dirigente estudiantil Julio Rivas, para luego pretender presentarlo como si fuera un criminal y a su organización Juventud Activa Venezuela Unida (JAVU) como una organización delictiva, los burócratas de Venezolana de Televisión le acercaron las cámaras al rostro y le hicieron preguntas capciosas, para exponerlo al escarnio público; lo que nunca ocurre con ningún criminal convicto y confeso, tanto menos cuando se trata de “agentes del orden público.”

A estas alturas, resulta indispensable replantearse la pregunta de si el auge delictivo corresponde o no a una “política de Estado.”

Víctimas

Otro aspecto notorio es el encarcelamiento de policías honestos, como los comisarios Iván Simonovis, Henry Vivas, Lázaro Forero y los seis policías metropolitanos, acusados y condenados a la pena máxima de 30 años de prisión por los sucesos del 11 de abril de 2002.

Este castigo desmesurado sólo se explica por el afán de destruir el ascendiente moral, la autoridad que puedan tener sobre sus hombres, a fin de contrarrestar su influencia, de hacerlos perder todo el respeto que han conquistado en largos años de servicio impecable, para imponer una referencia opuesta.

En el caso de Henry Vivas se le cobra el hecho de ser el primer civil, policía de carrera, designado como jefe del cuerpo contra la añeja costumbre de designar a egresados de la Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas de Cooperación; pero sobre todo contra “el dedo,” que ya había hecho ese nombramiento, contra el que se reveló la P.M. con sprit de corps, algo intolerable y una afrenta al dictador, que lo hizo blanco de una previsible venganza.

El problema es que cuando se trata de destruir el ascendiente moral de un comandante legítimo sobre sus hombres, se corre el riesgo de destruir la moral misma del cuerpo. Esto ocurrió en la P.M., porque nadie se ha puesto a calcular cuál puede ser el efecto desmoralizador de la persecución de gente respetable, mientras se encumbra a individuos despreciables, con el único expediente del servilismo y la corrupción.

Esto vale tanto para el Cuerpo de Bomberos de Caracas como para Petróleos de Venezuela, S.A. y cualquier organización jerárquica, cuyos mandos se apoyan en la auctoritas de sus jefes.

Cunde en los cuerpos de seguridad la desmoralización y el desconcierto, falta de dirección, objetivos claros y recursos: esto juega a favor de sus enemigos naturales, la delincuencia.

Por otro lado, se desarma a policías municipales no controladas por el ejecutivo, empresas de vigilancia privada e incluso militares retirados, en resumen, a toda la población civil; mientras se crea una “policía nacional”, que no está al servicio de los ciudadanos sino del poder central. Es decir, otra herramienta de control e intimidación.

En este contexto, la crisis financiera aparece como la guinda del coctel. Las andanzas del que aparece como chivo expiatorio no puede separarse del tema de la economía de puerto, del auge importador, que es otra política de Estado.

Del narcotráfico y otros tráficos, como el de personas y bienes, que van desde los hidrocarburos y sus derivados, oro, diamantes, uranio, hasta armas de todo calibre y de capitales, blanqueados o sacados del presupuesto paralelo.

Casualmente, estos fueron los cargos por los que Castro fusiló en 1989 al general Arnaldo Ochoa, héroe de la revolución cubana, encargado de triangular este mercado en el Panamá de Manuel Antonio Noriega. Pero el mecanismo quedó allí intacto y operando, casi con los mismos actores.

Victimarios

Teóricamente este tema debería abordarse como la relación entre política y delito, que resulta tanto más complicado en la medida en que se constata que entre estas dimensiones hay más vasos comunicantes de lo que tanto políticos como delincuentes están dispuestos a reconocer o confesar.

Harto más enrevesado cuando se trata de la relación entre revolución y delito, porque según se sabe, los vínculos entre revolucionarios y delincuentes son más que de familiaridad y camaradería, como de compartir ciertos objetivos comunes: el enfrentamiento franco y directo con el orden legal.

Ciertamente, las revoluciones auténticas, tanto más que las parodias de revolución, implican una ruptura con un orden establecido con el objetivo de sustituirlo por otro, considerado más justo o apropiado a los tiempos por venir.

Así que revolucionarios y delincuentes coinciden al margen de la ley, temporalmente al menos, tejiendo lazos de complicidad tanto en la cárcel como en la clandestinidad, perseguidos por un enemigo común, las fuerzas policiales.

Tampoco difieren en sus métodos, porque los revolucionarios echan mano de los procedimientos del hampa para proveerse de recursos, realizar actos de terrorismo y propaganda. Esto va desde la máscara, el disfraz, el cambio de nombres, el uso de armas de fuego y explosivos, ejecución de robos, atracos, secuestros, extorsión, chantaje, que califican como expropiaciones o impuestos revolucionarios, según sea el caso.

Es proverbial en desprecio que profesaba Lenin contra los escrúpulos morales de los socialdemócratas que consideraban fatal para el prestigio del partido la asociación con elementos delictivos, lo que él calificaba de “prejuicios pequeño burgueses”. En cambio, mostraba una exultante satisfacción ante el descaro de los bandidos, que no pretendían vínculo alguno con la “buena sociedad.”

Absolutamente todos los partidos leninistas han conservado esta actitud como una cuestión de principios. Adoptan no sólo los métodos sino también la mentalidad del hampa, en particular, el repudio de la delación como la peor transgresión al código profesional, unido a la devoción por la mentira, sobre todo para negar los propios crímenes (negacionismo).

Por su parte, la sociedad decente no ha invertido ningún esfuerzo para evaluar el significado y las consecuencias de que un estado haya caído en manos de sujetos que se identifican con un alias, según los usos de los bajos fondos.

Esto sucedió en la Unión de Repúblicas Socalistas Soviéticas de Lenin y Stalin, por ejemplo, que significaba una ruptura con toda forma de respetabilidad, del buen nombre. No se crea que estos eran sobrenombres familiares. El de Vladimir Ilich sería “Volodia,” pero en verdad lo obtuvo en la clandestinidad; Stalin obtuvo el suyo en la cárcel.

Por el contrario, los demócratas de todo el mundo consideraron esto como una forma de acercarse a los modos populares, considerando de lo más apropiado encontrar un sobrenombre que los comunique con “el pueblo,” como “Lula.”

Una vez alcanzado el poder, los revolucionarios sucumben a la paradoja del ladrón, que ahora exige respeto por la propiedad privada sobre lo que se ha robado. Deben establecer un orden nuevo, una nueva legalidad y ésta impone al delincuente la disyuntiva de asimilarse o volver a sus habituales andanzas, para ser perseguido por sus antiguos camaradas.

En Venezuela no se encuentra rasgo alguno que permita definir al proceso como revolución; en cambio, si hay muchos para identificarlo como una cleptocracia, un simple gobierno de ladrones. Es previsible que la lucha por el botín produzca alguna convulsión. Lo grave es que no sea para deponer al régimen, sino para consolidarlo.

Aclárate. Publicado: 2-DIC-2009.

PrincipalMisiónArtículosRespuestasAcláraTV net