El Keynesianismo como un programa de represión
Por JUAN RAMÓN RALLO
El Keynesianismo no sólo supone un programa económico que desvalija a quienes lo padecen, también es un programa político destinado a erradicar las sociedades libres.
A menudo los economistas, entre divertidos y concentrados con el desentrañamiento de los mil y un errores, contradicciones, chapuzas y sinsentidos del Keynesianismo, nos olvidamos de eso que ya nos advirtió el propio Keynes en el prólogo de la edición alemana de su Teoría general: Su modelo económico es más fácilmente aplicable a una sociedad totalitaria que a una sociedad libre. Es decir, el Keynesianismo supone un ataque contra la ciencia económica y la prosperidad y, sobre todo, contra la libertad.
Esto debía de ser lo que tenía en mente Vernon Orval Watts cuando en 1952, en plena apoteosis del Intervencionismo, escribió un libro tan corto como clarificador contra Keynes y los keynesianos, titulado Away from Freedom, esto es, Lejos de la libertad. Hace dos años, el Mises Institute, en esa impagable labor editorial que está realizando, tuvo la buena idea de recuperarlo para el lector actual, tan amenazado por el resurgimiento de las ideas keynesianas.
Obviamente, Orval Watts no se olvida de criticar los fundamentos económicos del Keynesianismo, pues, por antiliberal que sea, no deja de ser un sistema económico. De hecho, las 15 páginas en que expone el papel del crédito y del dinero en una economía de mercado son el resumen más preciso, claro y contundente que yo conozca. Son 15 páginas magistrales que bien valen el libro entero y que deberían ser leídas por todo estudiante de economía que se precie.
Pero el objetivo de Orval Watts no es tanto darnos una lección de economía como el mostrar cómo se erigen argumentos liberticidas sobre falacias flagrantes. Veamos un ejemplo.
El sistema keynesiano se basa en la idea de que la coordinación entre ahorro e inversión privada es tremendamente inestable, por lo cual el Estado debe ponerse manos a la obra y dilapidar el ahorro de los ciudadanos en inversión pública o en consumo público. Así, el keynesiano Theodore Morgan sostenía lo que sigue: "Probablemente, la mayoría de la gente estará de acuerdo con nuestra política nacional de que el derecho de un hombre a montar una empresa no es una libertad básica." El futuro Nobel Paul Samuelson se sumó entusiasta a esa visión. Como años después avalaría el sistema soviético: "La economía privada es como una máquina sin volante o conductor."
¿Quién era ese conductor, cuál era ese volante que unos y otros proponían para corregir el laissez faire? Simplemente, la tan conocida mezcla de Inflacionismo y déficit público que tratan de dignificar denominándola "política monetaria y fiscal compensatoria." Dentro del cajón de sastre que era el gasto público indiscriminado financiado con cargo a la monetización de la deuda por parte del banco central cabía de todo.
Envalentonados, los keynesianos se veían capaces de controlar desde el gobierno tal cantidad de riqueza, que ya nos advertían de que no toda iba a ser destinada a labores que la sociedad considerada mínimamente necesarias. Lo importante no era producir, sino gastar, y para ello podía hacerse de todo: Cavar agujeros para volverlos a llenar, producir mercancías inútiles que podamos arrojar en medio del océano, construir pirámides, imprimir billetes y regalárselos a los extranjeros. Algunos, como Lawrence Klein, incluso nos prometían el mejor de los mundos "pleno empleo sin inflación," siempre y cuando los ciudadanos estuviéramos dispuestos a cederles aún mayores porciones de nuestra libertad:
Si damos un control absoluto a los planificadores sobre la política fiscal del gobierno, de modo que pueda, por un lado, gastar cuando y donde sea necesario para estimular el empleo y, por otro, aprobar nuevos impuestos cuando y donde sean necesarios para controlar el alza de los precios, no tendremos problemas con la inflación.
Orval Watts no se dejó engañar por estas majaderías economistas. Enseguida supo detectar la amenaza que suponían para las sociedades libres; hasta el punto de que dedica uno de los capítulos del libro a trazar diez preocupantes paralelismos entre el Keynesianismo y el Marxismo (labor que en España ha sido retomada por José Ignacio del Castillo): La idea de que el Capitalismo se ve sometido a una tasa decreciente de beneficios; el énfasis en la depresiva influencia del ahorro en una economía madura; las teorías sobre una irresistible tendencia al monopolio y a la concentración de riqueza en el laissez faire; el desprecio a la responsabilidad individual en beneficio del control gubernamental de la seguridad social; la defensa de los impuestos progresivos y sobre la herencia; la propuesta de que sea el gobierno quien controle la moneda y los bancos para proceder a liquidar al rentista; una visión colectivista de los derechos de propiedad como privilegios del Estado que pueden ser arrebatados por el Estado a discreción; la tendencia a equiparar al gobierno con todos nosotros o con la sociedad; la preferencia por el estudio económico de las clases, las medias o los agregados en lugar de las acciones de los individuos en sociedad; y una visión mecánica y simplista del comportamiento humano que puede ser manipulado por el Estado a través del control de los tipos de interés, los impuestos, la deuda.
Orval Watts, en la mejor tradición del Liberalismo clásico, recuerda que las actuaciones del gobierno se basan en la compulsión, por lo que toda política que vaya más allá de la defensa de la libertad de los individuos supondrá una violación de sus derechos: "La condición esencial para que existan derechos humanos y libertad es no interferir." Los keynesianos, frente al Liberalismo clásico, proponen un gobierno ilimitado: "No suelen colocar ningún límite a la autoridad política sobre los individuos y sus propiedades, salvo la que derive de la opinión mayoritaria;" lo que les lleva a defender sin despeinarse la expropiación del oro de los ciudadanos, la socialización de la inversión o la eliminación de los tenedores de renta fija.
Por eso, no sólo nos traen la ruina económica, sino la represión política. Por eso el keynesiano John Kenneth Galbraith, medio en serio medio en broma, llegó al preocupante extremo de afirmar en La Era de la Incertidumbre que Hitler fue "el auténtico protagonista de las ideas keynesianas." Por eso no sólo es necesario refutar sus sofismas, sino apuntar claramente, como hace Orval Watts, a cuáles son sus consecuencias sobre nuestras libertades.
Aclárate. Publicado: 21-OCT-2010.