El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente
Por ZENAIR BRITO CABALLERO
La palabra corrupción proviene del latín corrumpere y significa echar a perder, trastocar la forma genuina de algo. Como fenómeno político, económico y social la corrupción es una calamidad que por fin empieza a despertar el interés de investigadores y académicos.
Es una pandemia de graves consecuencias. Afecta a unos países más que a otros, se ha generalizado en sus formas y se ha internacionalizado a través de la globalización financiera pero no se trata de que mal de muchos consuelos de tontos. Hay que mirar los demás casos pero no para minimizar el propio sino para entender mejor la complejidad y la gravedad del asunto.
En Venezuela la corrupción se ha heterogeneizado pues las modalidades varían, se diversifican y se multiplican y enraizadas en el tejido social han generado una crisis de valores que ha trastocado la moral ciudadana. Es un mal que, sumado a la violencia de décadas, amenaza la estabilidad del país, corroe las entrañas de la sociedad y en un ambiente de impunidad anula la voluntad ciudadana que, perpleja ante tanto horror, ha caído en la impotencia y el escepticismo.
Es realmente perturbador leer la prensa venezolana y encontrarse cada día con tal cúmulo de noticias relacionadas con prácticas de corrupción. Los escándalos se suceden uno tras otro pero el ruido del último parece tapar el de todos los anteriores. A pesar de la gravedad, la acción de la justicia se siente débil.
Las noticias no registran reacciones ciudadanas contundentes que busquen rectificar el rumbo del país. Se convocan marchas para protestar contra el régimen actual y contra la aprobación de las leyes exprés, pero no para exigir que cese la voracidad insaciable de tantos funcionarios públicos abusivos.
La concentración del poder político, la escasa fiscalización de los organismos estatales, sumados a una sociedad civil pasiva y carente de mecanismos de vigilancia y control han generado, en torno a los corruptos, un “halo protector” frente a la justicia, que fomenta las prácticas corruptas y lesiona a la ciudadanía que hastiada opta por mirar a otro lado o presa del temor se torna indolente y hasta cómplice.
La corrupción institucionalizada como el caso venezolano, genera cierta indulgencia y surge entonces lo que en el mundo de los negocios se conoce como moral de frontera que consiste en juzgar el acto corrupto como algo inevitable, corriente y por eso más o menos aceptado. Se minimiza la gravedad de la falta y esa condescendencia sumada al sentimiento de impotencia y a la impunidad frecuente, favorecen las condiciones sociales e ideológicas de las prácticas corruptas.
Si no hay sanciones penales y ni siquiera censura social se pierde la confianza entre los gobernantes y los gobernados, la comunidad se debilita peligrosamente y sólo queda el “sálvese quien pueda” La corrupción no es sólo un problema ético-individual o jurídico-penal, es sobre todo un problema social y tiene consecuencias políticas, económicas, educativas, culturales y sociales. Se dilapidan fondos públicos, se afectan los intereses colectivos, se hace ingobernable el país, la región o la ciudad.
La economía se afecta drásticamente. Delitos como el soborno, la extorsión, el fraude, la apropiación o malversación de fondos públicos con fines privados o personales y la evasión fiscal reducen la base tributaria, disminuyen la eficiencia económica y desestimulan la inversión, todo lo cual desajusta el sistema de distribución de los ingresos en favor de los poderosos. La reducción de los ingresos públicos reduce el gasto social y afecta la localización de los proyectos sociales que se dirigirán no a los más necesitados sino a los que tienen mejores “contactos” y prometen mayor “rentabilidad político-electorera” a sus promotores. Es el terreno abonado para los demagogos y facilita la toma del poder por parte de las mafias de todo tipo.
Una verdadera prensa libre (escrita y hablada), que sólo responda al bien común y que no esté ligada ni comprometida con el establecimiento es indispensable para controlar la corrupción y la impunidad. La lucha contra la corrupción y la impunidad tiene que empezar por hacer visible el fenómeno y estudiarlo. Se requiere de instituciones democráticas sólidas y partidos fuertes y, no menos importante es el control ciudadano, un fuerte sentido de pertenencia ciudadana que convoque a la lucha contra los abusos. Contra un gobernante semiomnipotente como Chávez pareciera que muy poco pueden sus súbditos.
En un régimen democrático los gobernantes administran el poder por encargo del pueblo que los elige y están por eso sujetos a la interpelación y al examen de los ciudadanos y de los actores políticos. A mayor democracia directa menor corrupción. “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente,” John Acton dijo.
Aclárate. Publicado: 11-SEP-2009.
Brito Caballero es doctora en Psicología y Ciencias de la Educación, y es profesora jubilada de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador.